Para mayor facilidad

20 octubre 2012

Pía Barros

 

Por amor, Madre, por amor estoy aquí. Sólo quiero la herencia de este suéter tuyo que no me he quitado en la semana entera que cuido tu agonía. La textura de esta lana que estuvo en ti cuando eras otra y la vida se te pegaba a los dedos. El abrazo de esta lana por todos los abrazos que no nos dimos, porque nos abrazamos poco, madre, y es horrible constatarlo ahora en que te mueres tanto y tan rápidamente. Queda poco tiempo. Nos queda poco tiempo, madre. Aunque fueran mil años, es poco el tiempo que nos queda ahora en que la muerte empareja tus costados. Te quiero y estoy aquí. No sé expresarlo, ni llorar. Tú y los demás se burlaban de mis llantos y aprendí a no mostrarlos, madre. El llanto es un tatuaje oculto más. Ahora querría llorar y no puedo, madre, sólo quererte y estar, estar siempre.

Se te hunden día a día los ojos, madre, se van alejando los ojos de las cosas tangibles, de lo inmediato, de ese mundo que los otros no ven. La piel se te queda en las cosas que tus ojos tocaron, la carne en los espacios donde estaban tu risa y tu voz. La piel que te queda ahora es sólo una carnada para que pique la vida: tú y yo sabemos que es un truco. La vida se te va por los ojos abiertos desmesurados ante el ahogo, opacos al recordar en silencio, velados para mirarnos sin que nos demos cuenta con la pudorosa mirada de la memoria,porque la memeoria lo disfraza todo, madre, y así nos oculta la magnitud de tu dolor.

Pero de pronto adviertes que yo estoy aquí, madre, y nuestras miradas se cruzan, se abrazan sobre el aire de los otros, nuestras miradas se perdonan y humedecen en un pacto del ser, mientras el parloteo insulso que se guarda para los enfermos intenta sobresalir al ruido constante de la lluvia.

Entonces, madre, levantas imperceptiblemente tu dedo y yo lo sé y cruzo la habitación para expulsar a los otros e inclinarme ante tu cama y coger tu mano, tu mano huesuda ahora entre mis manos pequeñas y carnosas, te doy calor por las manos, voy hacia ti por las manos y me muero de ti en mis manos y te la dejo entibiada y entonces nuestros dedos entrecruzados, entonces amantes, entonces sí, te duermes.

Mientras acaricio tu cabeza y tú dormitas confiando en que mientras esté aquí ni un segundo estarás sola, yo prefiguro, madre. Prefigurar fue siempre el modo de permanecer y evadirme, de entregar y de ocultarme. Algunos le llaman a eso literatura, madre, en mi mundo que rara vez se topó con el tuyo, le llaman ficcionar. Pero cuando era niñez y era caballos y escarcha y pan de la Matilde y esconder la montura porque yo nunca fui señorita para galopar a pelo en el horizonte y sentir el sudor de mi yegua y el olor a lluvia y los castigos, prefigurar no tenía nombre, madre, como la mayoría de las cosas, no había nombre, conocimiento ni pecado, sólo sensaciones fuertes y olores a esconderme para imaginar, para que no me dijeras loca, o mentirosa, o así no vas a llegar a ninguna parte, y prefigurar era palabra y escondite y universos, madre, donde yo soñaba contigo y éramos y me parecía a la que tú creabas para mí y así no había rechazos, ni traición, ni dolor. Yo te amaba a secas, madre, te amaba, mam, mamam, má, sin palabras, te amaba hosca y desafiante como siempre he sabido amar.

Ahora prefiguro, madre, pienso en tu mortaja en tu mar y en tus plantas. No sé cómo anudarlos, cómo hacer que los lleves contigo. En este invierno en que te mueres, madre, yo sólo puedo darte mi lluvia y mi frío, son modos diferentes de amar y sé que ahora lo entiendes. Pero aquí estoy, como un tributo y recuerdo, madre, recuerdo contigo, y en el fragor de los excesos de la morfina, hasta recuerdo cosas que no recuerdo.

Por ti estoy aquí, madre, instalada en la mentira y el vacío, convulsa sobre el horror y la impiedad. Pero te amo, madre, y he sido antes la vida robada a tu vientre, también he entregado vientres al mundo que me parirán cuando me muera en sus ojos. Ahora sé que dormitas la muerte, madre, que te acercas y acercas cada vez que sueñas tus sueños inquietos y atormentados, la muerte te roza los labios y la boca abierta y yo quiero que se vaya, despertarte para que la muerte se vaya, no puede quedarse, madre, éste es un viaje para ambas y aún no estoy lista. ¿Te das cuenta? Yo, la madura, la sabia, según tú la más fuerte, la de las respuestas por anticipado, aún no está lista; la que nunca acunaste en tus rodillas, la arisca, la que no consolaste ante la tristeza de la primera menstruación, la primera cita ni el primer abandono, la más dura, madre, no está lista. Soy huerfana, madre, y debo tenerte antes de que me dejes del todo. Yo también guardo el mundo pudriéndose dentro del pecho y gimo y me duele mientras duermes. No estoy lista, aún queda tanta sangre que pasar por tus venas. Deja correr la sangre, madre, como la lluvia se desloma sobre los techos ahora, con rabia, con dolor, con siglos, deja correr la sangre, madre, aún no estoy lista.

Ayer me he ido tranquila a casa, ante tu rostro sereno. En la madrugada, un llamado me devuelve catapultada y recorro ansiosa los kilometros que nos separan. Siento miedo, madre, miedo de que tengas el descaro de morirte sin mí. De regreso veo tus ojos recuperando pasados y presentes, confundiéndolos, ayer soy niña y me preguntas por mí, ahora soy yo y me preguntas por mis niñas. Los tiempos se te confunden y toda yo soy el tiempo que me has dado. Miras confundiendo, así, simplemente. Si te duermes, tu sueño es un largo quejido. Sobre tu muro, un Cristo te observa. Mi fe escéptica y hereje corroe desconfiando. Tú te quejas lastimera, se entrecorta tu quejido, tu largo aullido callado de loba apagada que me quema por dentro. Aprendes a morir, madre.

A prender a morir, eso pido egoísta para mí con esta fe que se desploma, en este fin de siglo que no tiene más verdades que la derrota.

Cuántos quejidos tiene la muerte, cuántos nos acercan a ella, ¿será cuestión de matemáticas, madre? Tú los das todos esta noche, no hay absorción de aire sin ellos, sin los quejidos que acortan el trecho o tal vez tapizan el suelo para que la muerte pase con menos estrépito, aquietados sus pasos por el sonido lastimero de los quejidos dejados cada tanto en el camino. (Cuando se te clava la vida en mitad del nombre, qué harás con la muerte entonces). Ya no sé lo que escribo, madre, y me gusta decirte madre así, sonora, grandilocuente, como me siento esta noche que no acabará, porque esa palabra tan corta y definitiva la ronda. En un cuento cortaziano, madre, ésta es una noche eterna y aquí estamos las dos, yo sonriendo para cuando abras de tanto en tanto los ojos y te tranquilices al verme y los vuelvas a cerrar para retomar tus quejas. En este cuento, madre, yo no te traiciono, pero fuera del cuento, tengo que aprender a morir y a traicionar. Yo aquí, a los pies de tu cama, en esta noche donde todo se detiene, mi dolor, tu dolor real y seguro, agrandándose. Ante mí, el DOLOR con mayúscula y Cortázar haciendo un guiño triste y secreto, mientras en otro lugar, que es tu sueño, ese sueño de quejidos donde yo no quepo, se teje la verdadera realidad, porque aquí soy una marioneta apenas que escribe tu lamento a los pies de tu cama para no estar sola, porque no lo estoy ahora, estoy tan cerca de ti, tan aislada de los otros, tan muriendo en ti y tan viviendo en ti de esta otra manera que es ir contigo paso a paso hasta la muerte. Duerme, madre, aquí estoy, a tu lado.

No sé cómo es tu muerte ahora, si huesos o piel aún, madre, ahora en que otras muertes vienen a mí para hacerme saber que ninguna muerte es justa, y pienso en Ari, tan niño y con toda esa muerte venciéndole la mirada, tanta muerte para él solito, tanta muerte, madre.

De qué te sirvió esa elegancia que tuviste hasta morir, madre, sólo para mi rabia, tal vez para eso sirva, sólo para descomponer lo compuesto, para que yo ría a sollozos de esa bocanada de vida tan elegantemente arrebatada a tus dientes.

Muero contigo un poco a veces, madre. Sobre todo por la noche. Así me entero de que nada tiene sentido, salvo la lógica implacable de los pulmones respirando y el corazón que late aún a nuestro pesar cuando despertamos cada mañana. Me muero un poquito en las noches como ahora, en que persigo la muerte a cada tranco que da el silencio en la oscuridad. Cerca mío , seguro, mueren otras madres de otros alguien, cerca nuestro, por supuesto, demasiados huesos empiezan a vestirse de gusanos.

Yo no sé cuánta muerte me andarás ahora, ni cómo habito mi vida luego de haberte mirado morir los ojos, madre, porque los ojos te agonizaron primero y se te fueron muriendo antes, mucho antes. Si yo muero, no quiero ese velo, madre, manotéalo desde tu muerte, déjame si puedes un tren en la lejanía, un pájaro perdido, un caballo. No fui surrealista para invocarte un peina roto y una lámpara de tobillo, me hubieras dicho ¡Qué ocurrencia! con un respingo descalificador. ¿Qué le dices a la muerte ahora, madre? Tú me lo dirías, yo lo sé, no me guardarías secretos si pudieras. Sólo escondiste el dolor, la soledad, las ausencias y eso no se parece a la muerte aunque lo creamos, no se parece a su velo opacando la mirada, a la frialdad de tus pies, a tus carnes escasas escaseando aún más, luego de que la muerte te paseara por los pómulos.

Todos tuvieron miedo de tu boca abierta. Cerrarte la boca. Qué secreto irías a gritar desde la muerte que se apresuraron a apretarte la barbilla, madre. No podías abrazarme ni decirlo en mi oído, te cerraron la boca, madre, para que no me contaras cómo es llenarse de tanta muerte, para que no cambiaras el libreto a último minuto.

Pero yo besé tu boca, madre, tu boca fría que no se opuso a mi beso. Sólo el último tiempo permitiste mis caricias y cuando nadie podía presenciarlas. Yo entendí, madre, entendí. Como al descuido, te hablaba despacito y te acariciaba el pelo. Te veías tan niña, avergonzada, sometida a mi caricia, recibiéndola como animalito humillado, que sólo podía llamarte por tu nombre bajito, no decir mamá, no decir madre nunca, porque eran voces secretas, a hurtadillas caricia, a hurtadillas yo era tu madre, madre tuya, yo era tan milenaria y tan imposible, tan innecesaria mi mano en tu pelo y mis palabras, pero tú entendías esa pobreza torpe de mis conjuros... lo entendía tu boca helada cuando la besé.

Aún no puedo hablarte como querría, ni sonsacar secretos compartidos, madre. Tanta mordazamortaja, madre. Qué secretos, ahora la muerte nos iguala, somos lo que somos, madre, aunque yo camineyrespireymemueraadiario, padecimos de la misma vida y lograremos tocarnos en la misma muerte. Nunca supe que fuese tan fácil y no entiendo. Aprendo, sí, a traicionarte. Aprendo a dejarte tierra abajo, como a todas, amordazada, exigiendo respuestas y abandonos y presencias y secretos, pero amordazándote como lo hicieron los otros, por si me los cuentas, por si regresas algún día y me lo cuentas.

No hay comentarios: