
un buen día decidió encerrar su vida en una caracola de mar
para que nadie la pudiera tocar.
Le daba pánico sufrir,
y ensuciar la preciosa vida que se había hecho a medida,
con heridas que quizá no dejaran de sangrar.
Aquel señor, que no era tan señor,
un buen día decidió llamar al timbre de la puerta de su caracola de mar.
Vendía ilusiones.
Eso fue lo que dijo.
Mintió.
Pertenecía a una secta que tomó la vida de la niña que no era tan niña,
acuñándola en un espacio todavía menor.
No hay comentarios:
Publicar un comentario