Cuando era niña, tenía un problema con el sol, no me gustaba
su color. Siempre odié el amarillo.
Lo quería de otros colores, verde quirófano o violeta… O
rojo. Sobre todo, lo quería rojo. Además quería que no iluminara tanto, que
fuera de un brillar tenue, como en el crepúsculo. Hasta que un día encontré un libro de astronomía de mi padre. Era todo nuevo, inmenso, apasionante. La astronomía hace que cualquier número gigante, resulte pertenecer a una escala menor, ser uno entre tantos muchos miles de millones y luego otra vez, y otra vez, siempre encontrando una escala aún más descomunal.
Me acuerdo que, después de leerlo, la primera sensación fue que cualquier cosa, cualquiera, debía existir, sólo que yo no la sabía. Realmente pensaba que habría por ahí arboles de follaje azul y tronco violeta.
No existen...
Pero sí los soles rojos. Los encontré. No eran soles de lugares con pasto azul. Ni con planetas pequeños y con cráteres exagerados.
Eran soles muriendo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario