Para mayor facilidad

20 diciembre 2012

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Cuando era niña, tenía un problema con el sol, no me gustaba su color. Siempre odié el amarillo.
Lo quería de otros colores, verde quirófano o violeta… O rojo. Sobre todo, lo quería rojo. Además quería que no iluminara tanto, que fuera de un brillar tenue, como en el crepúsculo.

 Nunca tuve lápices de colores en condiciones. Tenía la combinación de varias colecciones, supongo que heredaras de mis hermanas. A veces, me iba a comprar unos pocos, sueltos. Me gustaba comprarlos así, muchos tonos de algún color que me gustara, sin tener que soportar rosas recargados o amarillos chillones. Era una forma temprana de libertad.
Una profesora, un día, me preguntó si sabía que los soles rojos sí existían. No, no lo sabía. Me explico cómo cada estrella era un sol lejano, me habló del tamaño de la Tierra respecto al sol, haciéndome sentir diminuta y feliz. Lo primero que hice ese día al salir de clase fue ir a la biblioteca. No sé para qué, la verdad, porque ya estando ahí me sentí abrumada. Le pregunté con timidez a una de las ayudantes si me podía decir dónde encontrar cosas sobre soles rojos. Solo recuerdo que me fui a casa sin ningún dato.

Hasta que un día encontré un libro de astronomía de mi padre. Era todo nuevo, inmenso, apasionante. La astronomía hace que cualquier número gigante, resulte pertenecer a una escala menor, ser uno entre tantos muchos miles de millones y luego otra vez, y otra vez, siempre encontrando una escala aún más descomunal.
Me acuerdo que, después de leerlo, la primera sensación fue que cualquier cosa, cualquiera, debía existir, sólo que yo no la sabía. Realmente pensaba que habría por ahí arboles de follaje azul y tronco violeta.

No existen...
Pero sí los soles rojos. Los encontré. No eran soles de lugares con pasto azul. Ni con planetas pequeños y con cráteres exagerados.
Eran soles muriendo.

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