
En la pequeña tienda de velas de miel de abeja solo se oía murmurar.
Y en la peluquería de lavar y marcar no se comentaba otra cosa.
Ni en la frutería de la esquina.
Tampoco se dejaba de hablar de ello en los semáforos.
Ni en el bar del menú del día.
Con los ojos como platos y la boca entreabierta.
Entre el espanto y la envidia.
Hablaban, susurraban y escuchaban.
Asentían y negaban.
Opinaban y juzgaban.
Su tiempo tenía menos valor de lo que quisieron creer.
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