
Tenía verdadera obsesión con la puntualidad, y si pocas cosas en la vida había ya que la pusiesen nerviosa, esa era una de ellas.
Necesitaba coger ese autobús. Si no fuese por esos paréntesis que la aislaban de su mundo, ya se habría vuelto loca hace tiempo.
Llegó con el tiempo justo de comprar un libro cualquiera en el puesto cutre de la estación. Siempre la producía cierta tristeza esa especie de librería donde se podía adquirir desde un libro hasta unas compresas, atendida por un matrimonio ya mayor tan gris y sin luz como el establecimiento… y partir.
Siempre escogía el mismo asiento, el último de la mano derecha. Manías…
Sintonizó el canal de música clásica y se recostó en el sillón mientras el sol le daba en la cara. Sabía que este viaje no era como los demás, que quizá fuese el definitivo.
Dentro del caos que era su existencia, ella tenía un cierto orden en lo que denominaba “sus frentes abiertos”. Tenía varios. Y por circunstancias de la vida, este, que le había postergado para el final, quizá por miedo o quizá por incertidumbre, se había convertido en inmediato .La esperaba una conversación que había ido toreando con cierta maestría (el torear era ya un arte perfeccionado). ¿El problema? No sabía cómo enfocarla, ni siquiera qué decir .Así que decidió guiarse por su instinto llegado el momento (algunas veces acertaba).
Abrió el libro, ni siquiera sabía qué título había escogido. No podía ser muy bueno, pero quizá conseguía abstraerla parte del viaje, que de pronto se la antojaba muy largo.
A la hora estaba inmersa en el. “Sabor a chocolate” de José Carlos Carmona. Todo un descubrimiento.
“Entonces, recordando que tras la muerte de sus amigos vino Elena y que tras la muerte de Elena vino Alma, pensó que todavía podían ocurrirle nuevas cosas que llenaran su vida de sentido. Y por curiosidad, solo por curiosidad, decidió seguir viviendo”.
Era ya casi la una de la madrugada cuando llegó a su destino. Hizo la llamada de rigor y se sentó en la escalera de la salida de la estación a esperar mientras fumaba un cigarro y observaba despedidas y reencuentros de viajeros sin nombre y sus propias historias que contar.
Vio llegar el coche a lo lejos, pero no se movió. La gustaba el ritual del encuentro. Siempre el mismo. El aparcó su coche justo enfrente. Se bajó y apoyado sobre la puerta abrió el capó. Y como siempre, las dos fieras salieron a su encuentro, saltando y lamiéndola como locas, mientras el seguía inmóvil.
Ella le observó desde la distancia, y según se iba acercando, percibió la preocupación marcada en su rostro.
Como siempre, apenas hablaron hasta llegar al parque donde el la llevaba todas las noches a pasear. Siempre la gustó ese primer silencio de los encuentros, en el que se limitaban a pasear abrazados o cogidos de la mano….
El esperaba. Esperaba mientras ella iba dejando sus demonios en cada banco, en cada seto del camino... hasta que dándole un beso le decía: "Llevame a casa".
1 comentario:
Y sólo por curiosidad decidió seguir escribiendo y yo leyéndote.
Me ha gustado.
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